Guillermo Cóppola: Un diálogo de otra era - elDiarioAR.com

2023-03-23 16:33:40 By : Ms. candy chu

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Si para algo sirve también el ejercicio de repasar perfiles del pasado es para volver a capturar cierto clima de época. Aún cuando sea apenas un recorte de aquel momento (año 2008), el encuentro con Guillermo Cóppola nos da la pauta de cómo algunos actores sociales hoy no tendrían la unánime legitimidad o el prestigio social que tenían por entonces. Pero no sólo eso. También, es justo aclararlo, algunas observaciones mías hoy, tal vez, serían convenientemente editadas.  

Además de plagados de anécdotas y de diálogos rocambolescos, aquellas charlas con Coppola finalizaron con un episodio desopilante gracias al cual, me enteré muchos años después, se inició una larga amistad entre el inefable Guillote y el misterioso invitado del Rutini. 

“Caiga quien caiga”, lunes, horario central, sección «CQ test».

― Guillote, a una ex novia, ¿se le hace un service cada tanto?

― Depende del año… Si ya no paga patente no.

La cita con Guillermo Cóppola es en el gimnasio del Paseo Alcorta, 11 de la mañana de un jueves. Cuando llegamos, está sentado debajo de su pelo de siempre: aros de algodón que acompañan la sonrisa de costumbre. Habla por celular con un amigo, a quien invita a su cumpleaños número 60 que celebrará a los pocos días. “Algo tranquilo, por el tema de las bolsas, 110 personas en la Parolaccia, venite, no me falles, quiero que estés», le dice. Alrededor de él hay electricidad: el lugar es una romería, polo muscular del establishment en la era K.

La elite argentina cultiva su físico con el mismo cuidado con el que teje sus relaciones sociales. Y en este lugar, en el que se exalta el fetichismo y la vista, Guillote cumple un rol medular. No está claro cuál es exactamente, pero podríamos definirlo como el capitán simpatía, el ingeniero psíquico de la estructura emocional del lugar. «Me lo dice la gente: cuando yo no estoy, esto no es lo mismo». Cóppola saluda a todos. Los conoce, le gusta saber qué hacen, quiénes son, dónde viven. Todos allí tienen las necesidades de la opulencia básica satisfechas, pero pareciera que sus corazones necesitan un poco de alegría. ¿Y quién sino Guillote para alegrar a ese círculo? Cóppola, está claro, sabe dónde moverse.

«Mirá, mirá: ese es abogado, vas a ver que cuando pasa por al lado de ese rubio que está ahí que es empresario ni se miran… Es que tienen cuestiones pendientes…». En efecto, cuando el hombre de ley pasa por al lado lo hace mandando un mensaje por su blackberry.

«Hola, ¿cómo estás? ¿Bien?» Ahora la sonrisa de Guillote es la de un guasón blanco. Saluda a Jazmín de Gracia, una de las tantas modelitos que enriquecen su talento en este lugar. Jazmín se va y Guillote cambia el objetivo de su mira: pelo castaño, 39, separada. «Qué bien que estás, sos la más linda del gimnasio». Se va. «Nunca hay que dejar de tirar…», nos dice. Es John Wayne con rayo láser.

«Siempre fui así. Y Corina, mi mujer, me conoce y me acepta», comenta. Corina tiene 36 y está embarazada de una nena que nacerá en enero. Cóppola ya tiene tres hijas: «No sé hacer otra cosa», se ríe. Natalia, la más grande, se casó con un amigo suyo y vive en Miami; Bárbara, de 21, hija de Yuyito González; y Camila, la menor, que fue reconocida por Cóppola tras un ADN. «Soy así, mentiría si dijera que no voy a seguir seduciendo».

―¿Cómo hacías en la cárcel?

―Fueron momentos duros. Mirá, te cuento una…

Entonces el hombre de las mil mujeres, el ex representante de Maradona, el depredador sexual que se ufana de nunca haberse acostado con una chica de más de 40, comienza un relato que bien podría formar parte de una antología definitiva del onanismo carcelario.

«Resulta que en la cárcel había un poronga que era el único –¡el único!– más obsesivo de la limpieza que yo. Era un morocho alto y grandote que tenía, solo para él, un sector del baño. Lo mantenía impecable y todo decorado con pósters de chicas, todas chicas del ambiente, ¿no? Como yo soy muy limpio también, el tipo, a cambio de dos tarjetas telefónicas, me prestaba todos los días su rincón un rato para mí solo.

―Era un lugar con mucho amor propio, ¿no?

―Claro (risas). Bueno, la cuestión es que yo ahí me quedaba un tiempito ¿no?… Amor propio, ja, ja, está bueno. Bueno, la cuestión es que me prestaba quince minutos el lugar y yo iba. Un día miraba un póster, otro día apuntaba a otro. Después, eso sí, dejaba todo impecable.

―Por supuesto. Bueno, ¿qué hice cuando salí de la cárcel?

―¿Seguiste yendo al rinconcito ese?

―No, boludo. Busqué una por una a todas las de los pósters y me las fui bajando. Un loco…

―¿En serio? Como Kill Bill, pero del sexo.

El atorrantismo, la noche, la gira eterna con el Diego, la sonrisa, el eco de la merca retumbando, los bucles de algodón: Cóppola avanza por la vida convertido en mitología. Podría decirse que con él sucede lo mismo que con Chiche Gelblung o con el Bambino Veira: personajes polémicos pero simpáticos, que completan pocos casilleros del formulario de la ética (Veira, por razones obvias, es la máxima expresión de ese olvido), pero que el pos–menemismo ha convertido en casi ídolos. Un tipo de personajes con poco octanaje moral, que no poseen un saber trascendental, pero que encarnan, en algún sentido, un estereotipo social de la época. «No sabés lo que me pasa… voy caminando por la calle y los chicos se paran y me abrazan. Me gritan ‘capo’. Es tremendo… yo no lo puedo entender. Me dicen que tengo cuatro mil entradas por día en el Google, es increíble».

Cóppola no termina de entender las razones que construyeron su leyenda. No ha tenido, qué duda cabe, una vida sosegada: no hay forma de tenerla si durante más de 20 años se vive al lado del personaje más famoso del mundo. Cada día era una aventura en la montaña rusa, en un palacio dionisíaco, en la cima del planeta.

Pero la fiesta se suspendió de golpe. La noche le pasó un par de facturas. Reality show, Viale, Samantha, Diego retirado, caravana, Diego desbocado, todos desbocados.

A los sultanes del ritmo se les acabó la joda. De pasear por Montecarlo en un convertible a Dolores, preso. Un estilo de vida se desmoronaba. Los días en la cárcel fueron los más aciagos para el representante. Y las secuelas todavía se hacen sentir. «De vivir en 300 metros cuadrados pasé a 60», grafica. Y así con todo. Perdió autos, amigos, plata, prestigio, poder. «Tuve Lamborghini, Rolls Royce, Ferraris… hoy, no tengo nada». Cóppola se mueve en taxi, dice que es mejor, que así no tiene problemas para tomarse una copa de más cuando sale a la noche. Igual, lo más doloroso dice que no fueron las pérdidas materiales. «Lo peor, lo que más me molestó fue perder el tiempo». El reloj no corre cuando alguien está encerrado. La vida se transforma en una trampa kafkiana.

Cóppola recuerda que después de un tiempo consiguió que le asignaran una habitación para él solo. Todos los días la limpiaba con obsesión de orfebre y la dejaba impecable, como si fuera a recibir visitas. Lo hacía mientras escuchaba música: eran dos horas en las que su mente se escurría por entre las rejas. Cada día también, entraba Frazia, el zumbo que lo controlaba, gigante como el jefe policial de El Expreso de Medianoche, con las botas llenas de barro y le manchaba a propósito el piso. Lo hacía siempre, como si fuera parte de una broma macabra, inapelable. Cóppola no decía nada y volvía a limpiar su pieza. Lo hizo hasta el último día que estuvo allí. Un día, sin razón aparente, a Cóppola lo engomaron, que en la jerga carcelaria significa que lo encerraron sin dejarlo salir ni a mirar las estrellas. En la celda no tenía baño, y el guiso de la cena comenzó a hacer su trabajo intestinal. Cóppola golpeaba la puerta, pedía ir al baño, pero Frazia no le abría. «No tuve más remedio que garcar en una bolsa y dormir con eso al lado toda la noche». Al día siguiente, Cóppola se levantó, limpió todo, tiró la bolsa y enceró su pieza como todos los días. Cuando Frazia entró y manchó con barro el piso, Cóppola se le tiró al cuello. La pelea duró menos de un round: en un pestañeo, Frazia lo aplastó como a un insecto. Pasaron los días y nadie dijo nada. Hasta que lo trasladaron a Caseros. Antes de dejar Dolores, Frazia lo llamó para hablarle.

«¿No te das cuenta, otario –dijo, acentuando la «ta»–, que cada vez que te ensuciaba el piso lo que lograba era que durante dos horas, las dos horas que vos volvías a limpiar, te fueras con tu mente de este lugar?“ Frazia, el vigilante existencial, le dio una lección inolvidable. Al tiempo, Cóppola, ya en libertad, regresó al lugar acompañado por María Fernanda Callejón y le hizo un regalo.

Pero la cárcel también es un castigo metafísico. En el enrosque mental en el que se puede caer tras un drama como ese, Cóppola comenzó a pensar que estaba pagando por algún pecado. «Me preguntaba: ‘¿Por qué me pasa esto? ¿Por algo de mi vida anterior? ¿Porque había tocado a la mujer equivocada?’ No entendía. Pero lo superé por suerte. La prensa que me había condenado luego se resarció. Se armó el primer reality show de la televisión… Mauro Viale se fue a vivir a Le Parc, con eso te digo todo».

―¿Sufriste más ahí o cuando te peleaste con Diego y él puso en duda tu honestidad?

―La duda de Diego fue algo fuerte. Interiormente lo sentí. Me dolió. Pero tengo toda la tranquilidad interior. Hoy por hoy, cada uno está haciendo su vida. Lo veo bárbaro, lo veo en peso. Tiene una capacidad para revertir las situaciones increíbles. Extrañar, extraño, cómo no. Lo que más me preocupaba era la diferencia que él creía que existía; eso se solucionó. No cometí ninguna equivocación mayúscula.

La charla, de repente, se interrumpe. Cóppola deja de prestar atención, como si hubiese ingresado un fax en su cerebro. La comunicación se corta. El representante desvía la mirada y la clava en un objetivo móvil: dos botas negras y un jean inolvidable que avanzan.

Tac, tac, tac: las botas le dan contundencia a las mujeres. Está entrando a un local de cama solar en el Paseo Alcorta. Cóppola la había divisado cuando ella bajó de su cuatro por cuatro y la fue siguiendo con la mirada: sus ojos eran el teleobjetivo de un rifle. La dama (la presa) avanza y Guillote (el cazador) la desnuda con la mirada. «Ahí vengo», dice y sale disparado, el cuello adelantado, las fauces preparadas. Irrumpe en el solarium. Se presenta ante la dama, que sonríe y asiente, halagada por la locuacidad de Guillermo, campeón mundial del chamuyo porteño. Durante el diálogo, Cóppola la mira con una sonrisa estampada en la cara, con los ojos jugueteando por sus labios y la imaginación recorriendo el escote. Esos minutos que anteceden al zarpazo, ese instante en el que la presa comienza a enredarse en la telaraña de la seducción coppoliana y en el que él se da cuenta de que ya es suya, de que una mancha más está por pintarse en su lomo de tigre, es un momento apasionante: la celebración del ego del macho, el orgasmo que antecede al orgasmo. Cóppola es el rey de la selva, su pelo se eriza más, el pecho le explota de narcisismo.

«¿En qué estábamos?», pregunta Cóppola cuando vuelve.

―¿Qué pasó con la mujer?

―No, nada, cuatro–dos.

―Cuatro–dos, cuarenta y dos… yo nunca más de 40… ¡Amor propio! ¡Amor propio! Me gustó esa, la voy a usar.

Excitado, Cóppola grita esas dos palabras disfrutando de su alarido. Cuando las enuncia, lo hace con rapidez: un latiguillo convertido en latigazo. Hay silencio. Más silencio. Y de repente:

«¡Amor propio! ¡Amor propio!»

La gente lo mira. Nos reímos, un poco por la vergüenza, otro poco por las reminiscencias onanistas de su referencia. Por suerte suena el celular. Cóppola se pone a ajustar los detalles de su viaje a los Emiratos Árabes. Tiene grandes proyectos en ese territorio, virgen en varios sentidos. Más que vender, Cóppola quiere traer el dinero del petróleo. Tiene ideas megalómanas, como construir un estadio («Los tipos le hicieron la cancha al Arsenal en Londres») o remodelar el Luna Park. «Dubai es el máximo desarrollo del mundo. Mirá que yo viajé y nada me sorprende, pero lo que pasa ahí es tremendo. Hay hoteles nueve estrellas».

Ahora el celular le suena, pero por un asunto más festivo: su cumpleaños 60. «Algo tranquilo –repite–. 110 personas, nada más. A fin de año, cuando la cosa se calme, la hacemos más grande». En el universo coppoliano la comida es un elemento omnisciente. «Nunca fui de mesas chicas, siempre fui de mesas grandes», explica, deslizando los motivos por los cuales para alguien como él un festejo íntimo de un cumpleaños es como la fiesta de egresados de alguien normal. La razón de esa capacidad desbordante para trabar amistad con la gente se palpa en el espacio, en su carisma demoledor. «Seduzco tanto a hombres como a mujeres. Tengo un arte, soy un encantador en el buen sentido. A mis amigos les gusta estar conmigo. Te pongo en clima. Integro, integro, me encanta… lo aprendí en Europa, en Nápoles. Respeto mucho a la gente. Nunca una mujer te va a hablar mal de mí. Yo, además, sigo haciendo las cosas que a las mujeres les gustan. A cualquier mujer le gusta que le abras la puerta del auto o que le prendas el faso. Tenga 18 años o 40.

―Pero en algún momento hiciste ostentación…

―Yo estuve al lado del más grande y tal vez me confundí un poco. En algún momento pensé en el reloj, en la mina, en el auto… ¡Era un pelotudo! Eso de estar impecable para llegar en enero a la playa para mostrarte… ¡Mostrar qué!… ¡Mostrá la pija!…. ¡Amor propio! ¡Amor propio!

―Bueno, estamos en un gimnasio, venís a cuidarte acá.

―Sí, pero hay una fantasía conmigo, con la noche, con la droga, y la verdad es que yo siempre me cuidé, siempre jugué al fútbol. Además, al gimnasio tengo que venir porque hace un mes y medio tuve una arritmia. Pierna derecha inmóvil. Brazo derecho inmóvil. Un susto, nada más.

―¿Quiénes se borraron durante la cárcel?

―Varios, pero te voy a nombrar a dos que sí estuvieron: Bianchi y Basile. Y también mis socios de ahora.

―¿Sos amigo de Basile?

A continuación, Cóppola disca el celular de Basile. Llama pero no contesta. No eran días fáciles para el entrenador: estaba a punto de ser deglutido por el monstruoso peso de la selección y de ser reemplazado, paradojas de este mundo, por el gran 10.

Cóppola le deja un mensaje a Basile a velocidad fast forward:

«Hola Coquito acá Guillote, quería ver cómo estabas, cómo andaba todo, la familia, los asuntos, todo eso, acordate de que te espero el sábado en la Parolaccia, algo tranquilo, los íntimos, no me falles, te quiero mucho».

Al día siguiente quedamos en almorzar en la Recoleta. La consigna era «Invita C, pero no lleves al plantel entero de Vélez». A partir de ahora, la charla, la nota y hasta el lenguaje cambian por completo.

Todo lo que pasa de aquí en más es estrictamente cierto. Cóppola llega. «Hola querido, en un rato vienen un par de amigos, ¿no hay problema, ¿no?» «No, todo bien». Seguimos la nota. A los 10 minutos llega Carlos Randazzo, delantero de Boca en los años 80, ex presidiario. «Carlitos, un grande». Cóppola empieza a hablar de Carlitos como si Carlitos no estuviera. «Un loco, un loco, un tipo con códigos, un gran jugador. Se comió un año en Caseros por algo que no cometió. Y no delató a nadie, eh… muy respetado». A los 15 minutos llegan tres amigos más, tres personajes con la misma sonrisa fácil de Guillermo, claro que sin su ángel (o diablo), aunque también elegantes y lenguaraces. «Pidamos», dice Cóppola, mientras le suena el celular marca Ferrari de cinco mil euros. El ringtone es el sonido del motor del F1. «Igual al que tiene Raúl, el del Real», informa. «Pero es feo, parece una armónica», le dicen. A los 15 minutos están todos comiendo como búfalos, lanzados sobre sus platos, intensos, encendidos. A cada uno le suena el celular cada cinco minutos. Cóppola comienza a hablar de nuevo de su cumpleaños.

No sabemos muy bien cómo, pero en un momento nos vemos todos hablando de la dotación varonil de Guillote. Sí, de eso. Se habla con seriedad, con tono doctoral. «No, no, momento, hay cuatro fotos mías: una con el Diego, otra en Nápoles, otra de cuando me operé –sí, se me achicó– y otra en Punta del Este». Uno de los tres amigos –el más grande, un aire a Tony Soprano– es el que trajo a colación el tema. «Estuve en una cena con amigos y se habló mucho de tu pija, Guillermo –dijo, mientras intentaba pinchar con su tenedor un pedazo de pulpo a la parrilla–. Ellos decían que la tenías chica». La situación es desopilante, pero Cóppola contesta como si estuviera hablando con el cardiólogo. «No, no, se me achicó, es cierto, pero siempre la tuve bien. Ta bien, no como la de Carlitos, es cierto, pero igual siempre estuve bien». Carlitos es Randazzo, que escucha sin pestañear y asiente, como si en lugar de hablar de su anatomía se estuviera hablando de su auto.

«Carlitos, cuando estuviste en la cárcel, ¿te quisieron empomar?», pregunta uno de los socios. Se hace un silencio. Randazzo mastica, mira hacia adelante. No me queda claro si cavila o simplemente no pudo procesar cognitivamente la pregunta. «No –contesta serio–, nadie se hizo el vivo conmigo». Pero insisten: «¿Y vos, te pusiste de novio…?» La charla conserva su miga: nadie se ríe. Randazzo otra vez se toma su tiempo para articular la respuesta: «No, pero me hacía tirar la goma por el novio del poronga del pabellón…» Un sudor me recorre la espalda. Se hace otro silencio y observo al resto: todos miran sus platos, concentrados en cortar la comida, como si el espesor del diálogo, en vez de ser, como es, el paroxismo de la procacidad, maridara sin tensión alguna con la atmósfera monacal de un almuerzo en un restaurante premium. 

Entonces Coppola interviene: «¡Qué grande Carlitos! Un loco… un loco… ¡Amor propio! ¡Amor propio! Les conté a ellos lo del amor propio… pidamos otro vino, paga Pablo». A Cóppola le hierve la sangre. Se mueve como un sonajero. Está feliz con la reunión. Yo, en cambio, transpiro. La cuenta, seguramente, se acerca peligrosamente al total de mi sueldo.

En ese momento, llega al restaurante un hombre corpulento, con gesto contrariado, de elegante sport. Cruza miradas conmigo y saluda. Saluda también a Coppola. «¿Quién es?», pregunta Guillote.

Yo creo recordarlo, me acerco. «¿Sos Pica, no? «Sí, querido, ¿cómo andás?»

Pica es Pica Benedictini, 60 años, mítico lobista porteño, radical chúcaro, socio de políticos conspicuos, amigo del representante Gustavo Mascardi, un personaje que ya vio todo, que parece no conmoverse con nada. El coronel Kurtz de Apocalypse Now. Está con su hija.

“¿Querés venir a la mesa?» Pica acepta y viene con su botella de Rutini de $200 y se sienta. Nos sirve a todos y empieza a hablar. «Yo era el dueño de todo el mediocampo de Boca en el año 84», le dice a Randazzo. Randazzo lo mira en silencio, como un lagarto. No dice nada. Pica continúa. Pasa el tiempo, pasa el postre, llega el Baron B, luego el café, después la cuenta. La de Pica es de $300. La de la mesa -pagaba yo-, $680. Cóppola habla por celular, los amigos también. Este cronista mete su mano en el bolsillo con la parsimonia de un caracol. En dos segundos, Capi abre su billetera. «Dame todo», dice y tira once gambas ($1.100) arriba de la mesa. «Me deben un almuerzo», suelta, antes de levantarse e irse por Posadas.

Lleno de cabernet y de alivio, yo también se despide. La ciudad comienza a tragarse al sol. Al llegar a la calle Corrientes, me meto en una librería de usados. Veo que por 10 pesos se consigue un ejemplar de El gran Gatsby.

Nota actual: desde aquel momento, Coppolla y Benedictini son amigos estrechos. 

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